Por Adrian Corbella.
El concepto de “Batalla Cultural” es uno de los que con más recurrencia se escucha en estos tiempos. Y es lógico que así sea, porque un cambio de paradigma económico-social implica un cambio cultural concomitante. Y ese cambio cultural es inconcebible sin un cambio educativo en todos los niveles, incluso en el universitario.
Cada paradigma, cada construcción político-social-económica, cada “modelo” en pugna en una sociedad, implica una ideología que lo sustenta, una cosmovisión propia, una construcción del sentido común que le pertenece. Por eso en cualquier proceso de cambio modélico los aspectos culturales son vitales. El viejo y el nuevo modelo luchan, uno por conservar la hegemonía, y el otro por alcanzarla.
De allí que cuestiones tales como la ley de medios o la política educativa puedan alcanzar gran trascendencia, y generar auténticas “batallas” culturales.
Y eso se da pese a que en cuestiones educativas a veces se dan coincidencias sorprendentes.
Adam Smith, el padre del liberalismo, sostenía en “La Riqueza de las Naciones” que la educación era una de las pocas cuestiones que debía quedar en manos del Estado, ya que permitía a todos el progreso individual a partir del propio esfuerzo. Claro que estas concepciones del liberalismo smithiano suenan casi “progresistas” si se las compara con las que tienen sus seguidores del siglo XXI, los neoliberales. El neoliberalismo favorece una creciente privatización (o al menos arancelamiento) del sistema educativo como una manera de garantizar la pervivencia de las desigualdades sociales realmente existentes, como un freno a la movilidad social ascendente.
Claro que en el discurso ideológico que presentan la fundamentación es otra. La derecha liberal chilena, por ejemplo, defiende el arancelamiento de la educación superior con el argumento de que si fuera gratuito los pobres estarían financiando con sus impuestos la educación universitaria de los sectores medios.
Evidentemente en este razonamiento fallan los criterios vinculados a la solidaridad social, algo muy alejado del pensamiento liberal. En la educación pública el conjunto de la sociedad sostiene un sistema educativo que permite a toda la sociedad el acceso a la educación superior. Y por supuesto que no todas las familias tienen integrantes estudiando en universidades. Pero, aquellos que trabajamos en la educación, sabemos cuántas veces surgen chicos brillantes en ámbitos sociales muy humildes, en lugares absolutamente impensados. Y en esos ámbitos sociales las dificultades para que un chico tenga estudios superiores se multiplican por la necesidad de trabajar tempranamente, de colaborar en la casa en el cuidado de los hermanitos, por la lejanía geográfica respecto a los mejores centros de estudios… y por otros muchos factores socio-económicos. La única forma de garantizar que ese ciudadano tenga la posibilidad de estudiar es tener un sistema educativo absolutamente gratuito y abierto a todos. Y sostenido por todos. Sociedades como la nuestra, periféricas, en vías de desarrollo, no puede darse el lujo de desperdiciar talentos, de condenar a la falta de educación a gente con gran inteligencia.
La educación universal gratuita en todos sus niveles es una política democratizadora. Igualadora de oportunidades. Pero también es una política que maximiza las posibilidades de desarrollo de una sociedad, al ampliar la base social en la que se reclutan talentos, en la que se busca “materia gris”. Y por eso no es casualidad que los grandes movimientos populares como fue el primer peronismo se hayan destacado por eliminar los últimos aranceles que quedaban en las universidades argentinas, por construir masivamente escuelas, y por aumentar drásticamente la tasa de escolarización.
El primer peronismo también creó la Universidad Obrera, antepasada de la actual UTN (Universidad Tecnológica Nacional), con lo cual estableció un lazo entre el ámbito académico y el de la producción científico-tecnológica. Esta cuestión no había sido tenida en cuenta en la estructura tradicional del sistema educativo argentino, orientado hacia carreras desvinculadas del mundo productivo tecnológico debido a la orientación primario-exportadora de la economía, en la cual todo lo referente a técnica o técnicos era importado.
Con absoluta consecuencia, el sistema educativo de tiempos neoliberales tuvo como uno de sus ejes la absoluta desatención de todo tipo de educación técnica, ya que la industria, la ciencia y la tecnología no estaban presentes en el paradigma noventista. El paradigma neoliberal de la última década del siglo XX, con la Ley Federal de Educación a cuestas, tenía dos claros ejes : por un lado, primarizar la educación extendiendo la etapa básica hasta noveno año (e incluyendo en ese ciclo un compendio de todos los contenidos, porque se esperaba que muchos alumnos no ingresarían al ciclo siguiente); por el otro, feudalizar el sistema, con la excusa de su “federalización” creando infinidad de sistemas provinciales distintos, y generando una realidad donde cada institución hacía lo que quería, o podía. La educación superior no era un objetivo prioritario. La ciencia y técnica ni aparecían en el horizonte. Y la economía de desgajaba de toda vinculación con las ciencias sociales. Pasaba a ser una disciplina “científica”, “técnica”, cercana a las ciencias exactas y muy propia del Consenso de Washington.
Por el contrario en nuestro siglo, en medio de un nuevo proceso democrático inclusivo e industrializador, se han construido más de mil escuelas y varias universidades. La nueva ley de educación tiene un carácter nacional, y busca unificar pautas en todos los distritos (aunque hayan sobrevivido diferencias heredadas de la ley anterior, como la diferente ubicación del séptimo año escolar en diversos lugares). Va en la misma dirección el hecho de que las nuevas universidades se alcen en lugares periféricos, ya que esto es necesario como complemento a la gratuidad de la educación, que no alcanza para garantizar su acceso a personas pertenecientes a sectores sociales muy modestos.
La concentración de las universidades en unos pocos barrios céntricos de la Capital Federal dificulta el acceso a ellas de personas que viven el segundo o el tercer cordón del Gran Buenos Aires, ya que tienen tiempos de viaje y gastos de permanencia muy lejos de sus casas durante toda la jornada (lo que implica almorzar, ingerir líquidos fríos o calientes, etc) dramáticamente superiores a los de alumnos de similar condición social que viven en barrios de la ciudad de Buenos Aires cercanos a los centros de estudios, que pueden volver fácilmente a sus viviendas. Por eso en esta primera década se ha tendido a la fundación de universidades en el interior del país y en zonas suburbanas, lo que torna más realista la igualdad de oportunidades. Quizás las nuevas casas de estudios no tengan aún el mismo prestigio de otras que son centenarias, pero un joven que se enfrenta al mundo con su título universitario tiene posibilidades muy distintas que el que sólo tiene una educación básica.
En un mundo de grandes cambios, en el cual los países centrales se concentran en desarrollar tecnologías de punta que les permitan mantener posiciones de poder a partir de control de dichas patentes, el desarrollo de las potencialidades humanas locales de los países periféricos es vital. Necesitamos para ello no sólo darle oportunidad de formarse a los jóvenes de todos los estratos sociales sino, luego, brindarles el ámbito necesario en el que puedan desarrollar localmente sus habilidades profesionales.
Desarrollar las condiciones para que exista una igualdad real de oportunidades educativas para todos y todas, sin importar su condición social o económica, sin importar su lugar de radicación geográfica, no es sólo una necesidad vinculada a un criterio de “justicia social”, con el que pueden coincidir o no todas las ideologías. Es también imprescindible para aspirar a competir en el mundo de las naciones desarrolladas.
adriancorbella.blogspot.com
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